Jue. May 9th, 2024

Los que hemos perdido los europeos

La historia reciente nos coloca en sentido contrario a la utopía, a las grandes aspiraciones del siglo XX, aquellas por las que han luchado millones de ciudadanos europeos para que la democracia, la libertad, la igualdad y los derechos prevalezcan en las relaciones entre hombres y Estados. Un gran proyecto colectivo que se asfixia en un ambiente, en el que, no sólo no percibimos que sucumbe, sino, en el que colaboramos con su muerte sin sentir dolor alguno. Muere sin que tengamos conciencia de lo que, lentamente, vamos perdiendo cada vez que levantamos los brazos para que nos cacheen después de asistir consternados a la fúnebre celebración de la violencia y la muerte en una estación de tren o en la terminal de pasajeros de un aeropuerto.
La expansión del islam escapa a todo proyecto de libertad y capta a millones de jóvenes dispuestos a dar la vida por ideas que otros conciben y labran para una masa de insatisfechos del mundo. Los iluminados del ideario vengan sus propios odios y labran negocios sustanciosos de guerra y los recursos de algunas zonas dominadas por el islam. La religión está indisolublemente unida a nuestra historia, a la europea también, y nos creíamos emancipados también ahí, en el ámbito religioso. Suponíamos que habíamos ganado autonomía frente a la pobreza intelectual que mueve a millones de personas a entregarse a la autoridad de los hombres que dicen que les habla Dios y que su autoridad, ideales, órdenes y acciones procede directamente de la voluntad divina. La Iglesia Católica, se ha replegado en si misma, atacada por el laicismo europeo, por las nuevas corrientes de la izquierda que la consideran cómplice de la situación que vive Europa. Mientras, millones de personas que así piensan, simpatizan abiertamente con los hermanos musulmanes, con sus causas, posiblemente no con sus ideas. ¿Qué europeo por muy abierto que sea está de acuerdo con algunas de las ancestrales costumbres del islam y su estancamiento teológico y cultural a pesar de convivir en el núcleo mismo del progreso de pensamiento que ha inspirado la libertad? Es en este ambiente en el que la Iglesia Católica, la madre de gran parte de nuestra cultura, de la inmensa mayoría de nuestro pensamiento, se ha replegado en sí misma, atacada por los suyos, con una grave crisis de identidad y aislada por el propio Islam, protagonista de la historia de la Europa laica. El esfuerzo de Bergoglio por recuperar el espíritu de apertura a la sociedad está siendo baldío frente a la ola de conservadurismo que recorre el mundo, uno de los factores que explican el fracaso de Europa.

Quiero decir con todo esto, que la Europa de las libertades que hemos construido no tiene, ni tan siquiera, discurso religioso desde el que sustentar su identidad y su supervivencia y que lo poco que queda se esconde detrás de los muros de las iglesias para no sufrir los embates del laicismo el avance del islam como religión de prestigio en la izquierda europea.
El ascenso del neoconservadurismo, la falta de reacción de Europa ante los problemas de identidad religiosa, la caída de las clases medias y el aumento de la desigualdad, son claves que explican el retroceso del proyecto europeo y el resurgimiento de movimientos de la izquierda radical, como Podemos en España, o partidos de corte ultraderechista, como los franceses del Frente Nacional.
Los jóvenes radicales que abandonan Europa y regresan para hacer daño infinito a quienes los acogieron, no logran descubrir en nuestra cultura lo que atrajo a sus abuelos y a sus padres a estas tierras para vivir, trabajar y conservar sus raíces sin ser cuestionados por nadie. ¿Qué hemos hecho mal para que sean nuestros propios hijos, a los que otorgamos la libertad, para que nos quieran destruir? Sin duda la respuesta es compleja, y no me basta la simpleza de la pobreza y la marginalidad de muchos jóvenes que abrazan el islam. ¿No será que quién sufre la islamización es nuestro fracaso como proyecto? Creo que este fenómeno, la islamización de nuestros jóvenes, está íntimamente ligado a la decadencia de nuestra propia cultura europea, a la renuncia de los ideales que han movido a nuestras naciones, al desinterés político de la nueva derecha e izquierda clásicas europeas, más interesadas en los beneficios del sistema que en la comunidad y su construcción. A los pocos y malos líderes que han surgido en esta complicada etapa ya nada les importan las libertades, el Estado del bienestar, la Europa que emergió de los ideales que surgieron, con fuerza, después de la II Guerra Mundial.
Este conglomerado intelectual, el ideario que movió Europa, está en crisis y con ella sus ciudadanos dispuestos a levantar las manos para ser cacheados y a abrir la puerta a la Policía para que los registren sin una orden judicial. El nuevo ciudadano europeo está dispuesto a firmar cualquier contrato de trabajo para sobrevivir, pagar la hipoteca, el agua, la luz y alguna escapada al restaurante… en el mejor de los casos. Un contrato con el que sabe sucumben todos sus derechos, los que ganaron sus abuelos y sus padres. El contrato que no garantiza nada, ni el sueldo digno, ni la continuidad, ni una pensión digna y segura de parte de las estructura que creamos para nuestra seguridad, ni una sanidad que nos libre de la enfermedad sin mirar nuestro bolsillo y sin un lugar al que acudir para ser subvencionados cuando todo se acaba, y nuestras posibilidades se agotan.
Es la crisis del europeo que manda a sus hijos a la escuela, en la que ya no hablan de la historia en común, de derechos y libertades, sino de las ambiciones de los hombres que mandan en su pequeña aldea o en su isla. Es la crisis de la escuela, la universidad que te prepara para ser competitivo… con los tuyos, mientras hay otros que no compiten con nadie, porque estudiar es un trámite para incorporarse a las grandes empresas en las que dominan sus familias.
Es la crisis de la Europa que ha abierto una gran zanja en la clase media, reducida y sin expectativas, produciendo sin ilusiones, sin que sus ideas tengan salida porque están apagadas por el griterío de la propia crisis, la inseguridad o el futuro incierto. Es la Europa que ha sucumbido a la globalización, a la desorientación que impone, a la desvalorización del hombre, cosificado y atrapado en lo inmediato porque las bases en las que se asentaba la prosperidad y la seguridad ya no existen. Se acabó el pacto entre los ciudadanos y los Estados, se acabó el hombre europeo orgulloso de la construcción de una forma de vida por la que pagabas impuestos y recibías esmerados servicios, se acabó la educación de futuro y segura, se acabaron las vacaciones programadas, el empleo para toda la vida, ese que otorgaba identidad social que permitía pensar y aportar al mundo.
Esa crisis pesa en las grandes decisiones, como las que están tomando los Estados de forma independiente ante el terrorismo islamista, sin querer profundizar en un ámbito más compartido de la seguridad, aplazando una y otra vez unificar servicios de información, registro de pasajeros, etc. Decisiones como la que se dispone a tomar el Reino Unido, ya fuera del euro, el único valor que queda en Europa, abandonar su vinculación al resto de asuntos de ámbito político y social que nos queda.
Faltan auténticos líderes europeos con ideales de futuro. Ilusiones compartidas. Y hay, en abundancia, un excesivo entreguismo al neocapitalismo, al miedo, y un adocenamiento de millones de personas, entregadas a la vida fácil, a la desorientación propia de la globalización y a la inseguridad que trata de imponer el nuevo estilo de vida capitalista. Se macera una nueva clase sin recuerdo histórico del significado de la conquista de derechos, que adormece el proyecto europeo al mismo tiempo que sus vidas, que lo pone al borde de la languidez, lo mata y sustituye por otro estrictamente económico pero en el que pasamos de ser ciudadanos a masas de consumo. La globalización ha triunfado y con ella fracasan los ideales del hombre estable y de paz, el gran proyecto de la convivencia, roto por el estallido de los que buscan en otras mecas las emociones que no somos capaces de alumbrar.
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